Buques errantes, fosas abismales.
Profundidades virginales.
Lutos en conserva, botellas a la deriva,
seísmos latentes.
Maremotos invisibles.
¿Cuántos descosidos, cuántos volcanes por
despertar pueblan tu pecho y bucean tras tu chapa?
Todos ellos pueblan cada uno de nuestros gestos
okupados por una conciencia altanera
y en antifaz. Todos ellos cavan túneles a través de los cuales, en instantes
inesperados, emergen, en superficie, con algún espasmo de dolor o lacrimal
caduco.
Son tajos y hendiduras que el tiempo ofusca
pero no cura, frustraciones volteadas con voluntades y querencias, llantos
censurados por esperanzas, pero tajos y hendiduras al fin y al cabo, y no
cicatrizan.
Son descansos arrastrados, desmayos jaleados,
convulsiones hormigonadas, gemidos censurados, estremecimientos aprisionados y
quejidos taponados. Pero el ser que
habitan, aunque sea en sombra, en soledad y en tensiones musculares, puja por
avecinarse, por dinamitar la cotidianidad de cada rutina y prorrumpir en escena
adueñándose del teatro.
Deja de atizar en el yunque de tu pecho la
vergüenza. Deja que fragüe en lo más hondo ese vómito prescrito. Quebranta el
cacique de tu Yo, dictador de haceres y
deberías, y libera la revuelta de tu catacumba. Hazlo en abrazo y ternura,
sin más pretensiones que el abandono solícito y la aquiescencia piadosa de una
humanidad animal y divina.
Nunca ha existido nada más, nunca existirá.
Hazlo con premura, no te abandonará su pujanza.
Honra la tristeza. Caminando en expresión por ella es cuando aparece la
sensibilidad para convertir nuestro sentir en una empatía, en un compartir
nuestro pathos, aquello que nos
convierte en humanos de sangre cálida, el trillado que nos une en aurigas de un
mismo carro.
Vendrán caricias, ternuras, abrazos, besos y
miradas solidarias.
Nunca ha existido nada más, nunca existirá.
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